martes, 29 de diciembre de 2009

Fragmento del prólogo a la cuarta edición de "El señor de los venenos"

*Viene de "Rock and roll yo".

Mi desconfianza por los libros se debe más que nada a que la mayor parte de ellos se convirtieron en el museo de la inteligencia y la capacidad de contar robándole a las conversaciones la posibilidad de que la magia se esfume junto a la saliva.

Las reflexiones más asombrosas, las frases más poderosas que iluminan las conversaciones como los rayos en un bosque, los encuentros más densos y las frases poéticas que no son interceptadas por las cadenas asociativas nacen del entramado vital de las charlas de todos los hombres del planeta en cada momento. Digo: es diez mil veces más interesante hablar que pensar, cantar que escribir.



No puedo demostrarlo técnicamente, pero apuesto que ninguno de mis compañeros de infancia obtuvo en el colegio un aprendizaje y un conocimiento como el que conseguí robando de aquí y de allá. Enviar al niño al colegio no tiene que ver con el aprendizaje de conocimientos. Al adentrarse en esa nefasta institución que es la educativa el niño se siente progresivamente dominado por el “a-maestra-miento” institucional, esa castración aberrante de las travesuras, ese inculcamiento criminal de la disciplina. Conocer la extensión del Río Diarrea es una excusa para, a través de las distancias, alejarte del mundo. Casi todo el resto es historia de militares, esos maricones disfrazados cuyas marchas me recuerdan siempre la música de un cortejo fúnebre cósmico. Cualquier disciplina, cualquier acatamiento incluso del orden familiar significa un deterioro grave en la vitalidad. La función de la escuela es asesinar la niñez.



¿Por qué diablos no fui al colegio?



Con el transcurso del tiempo he dado distintas respuestas: la ideología anarquista de mis padres, ciertos conflictos en el interior de mi familia. En realidad, recuerdo el primer y único día en que mi madre o mi tía me prepararon para ir al colegio. Tendría cinco años. Cuando me pusieron el delantal y cosieron a mano sobre él, con letras azules, la palabra “Enriquito”, comprendí que algo muy grave iba a sucederme.



Cuando salí a la calle y me subieron sorpresivamente a una micro escolar entré en pánico. Por primera vez en mi vida, mi calle, mi casa, se alejaban de mí y los veía perderse por el vidrio trasero del micro. Nunca había salido de mi calle, nunca había salido siquiera sin acompañantes familiares o amigos ¿Cómo podía ser que me entregasen a unos desconocidos? El nene que estaba sentado junto a mí tenía una expresión ausente y aterrada y un vómito de arroz con leche se desplazaba por su pecho. La mayoría lloraba desconsoladamente o, los más bravos, permanecían en silencio, mientras una mujer alta y perversa recorría el pasillo con una mirada que pretendía ser amable y cariñosa pero cuyo revoque se caía a pedazos si uno la miraba a los ojos: estaba más muerta que mi abuelo.



Ese día envejecí para siempre, algo en mí se endureció y preparó a aceptar del mundo todas las perversas propuestas que después, efectivamente, se sucedieron. Nunca más el mundo pudo afectarme como creyó hacerlo. Un niño hasta los tres años ha sido eterno, puede haber transcurrido un par de millones de años en ese lapso.

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